miércoles

LA TIENDA SECRETA:ORÍGENES. PRIMER CAPÍTULO GRATIS

Os dejo con un aperitivo de la nueva entrega de LA TIENDA SECRETA, llamada ORÍGENES, para que todavía más gente os animéis a leerla. Echadle un ojo y disfrutadla con calma.
CAPÍTULO 1
Jean sabía que su hija sería especial porque había nacido entre antigüedades. Lámparas, espejos, estatuas, vasijas y cuadros fueron testigos de la llegada de aquel diminuto ser que con su primer llanto llenó la buhardilla de París donde estaban almacenados.
29 de Agosto de 1995.
La niña, envuelta en una manta, gemía mientras estiraba brazos y piernas, como si estuviera lista para enfrentarse al mundo.
Isabel, su madre, agotada por el esfuerzo, le besó la frente para calmarla. Había sido un parto tan repentino como doloroso, donde la falta de un teléfono en aquel lugar tan precario había hecho que tuviese que gritar para llamar la atención de los vecinos.
La única persona que acudió fue la señora Lautréamont. Con el pelo blanco recogido en un moño, las manos repletas de manchas y una verruga en la nariz que le daba el aspecto de una bruja, logró que todo saliera bien. Había sido una suerte que durante gran parte de su vida hubiera trabajado como comadrona. A pesar de haber ayudado a nacer a miles de niños, la señora Lautréamont confesó a Isabel que nunca había visto una niña que irradiara tanta fuerza.
Junto a las dos mujeres se encontraba también Jean, al cual no habían oído llegar a causa de los llantos. Escondido entre unos bustos romanos había presenciado el nacimiento de su hija, pero a pesar de ser el padre de la criatura no había intervenido.
Era curioso, Jean-Jacques Fauré, alias Jean «El Aventurero», Jean «El Intrépido», el más prometedor anticuario de París, que había vivido mil aventuras y se había enfrentado a mil peligros, tenía miedo de una cosa que no era más grande que su mano.
Inquieto, se movió entre las figuras de Julio César y Marco Aurelio, y el ruido que hizo lo delató.
El rostro de Isabel se alteró al verlo.
—Por fin el explorador hace su aparición —dijo con tono de reproche—. Aunque tarde, como siempre.
—He estado arreglando los últimos detalles del negocio con el señor de La Fontaine —se excusó Jean—. He venido tan pronto me han avisado.
Bajo la mirada acusadora de Isabel, a la que se le unió la de la señora Lautréamont, se acercó a su hija.
—¿Puedo verla? —preguntó abriendo las palmas de las manos.
El modo en que Isabel movió la cabeza a los lados lo estremeció.
—Lo siento, Jean, pero si quieres que esto siga adelante, van a tener que cambiar muchas cosas —los dedos de Jean quedaron suspendidos en el aire, atónitos—. Nuestra hija no se criará en esta pocilga. Nos mudaremos a una casa en mejores condiciones. Una que por lo menos tenga una cocina y un baño. No te lo dije en su momento, pero cuando me quedé embarazada escribí a mi padre y le conté nuestra situación. Él me respondió que no tenía inconveniente en ayudarnos a pagar un alquiler en otro sitio.
El recuerdo de su suegro, con su carácter prepotente y despótico, indignó a Jean.
—¿Mendigar a tu padre? ¿Esa es la solución? ¿Qué haremos entonces con el negocio? Tengo varias ventas a punto de cerrarse y no puedo dejar a los clientes tirados.
—Te dará un trabajo en su bufete. Así podrás olvidarte de estos trastos.
—¿Y salir de París? Ni lo sueñes.
—Jean, esto no es una propuesta. Es lo que ocurrirá si quieres seguir viéndome a mí y a tu hija. Estando contigo, he perdido mi juventud y la oportunidad de una buena carrera profesional. Porque te entregué mi corazón, olvidé mis sueños para que tú consiguieras los tuyos. Pero a nuestra pequeña no le sucederá lo mismo. Ella tendrá una vida normal, rodeada de niños de su edad y en España. Crecerá y estudiará Derecho, como hicimos mi padre y yo, y se labrará un futuro lejos de estas antigüedades que no sirven para nada. Ana se merece lo mejor, ¿no crees?
—¿Ana? —preguntó Jean sorprendido—. ¿Se llamará así?
—Sobre eso tampoco habrá discusión —sentenció Isabel—. Llevará el nombre de su difunta abuela.
Jean no la contradijo. No sentía rabia porque Isabel hubiera elegido el nombre o porque le pidiera aquellas cosas. Tampoco le turbaba la idea de abandonar París. Solo un deseo que superaba a todo lo demás lo guiaba en esos momentos: poder ver, oler y tocar a la persona de la que no se quería separar por nada del mundo. Le dijo a su mujer que no se opondría a nada.
Tumbada en la cama en la que había dado a luz, Isabel examinó a Jean durante varios segundos. Después tomó al bebé y se lo entregó a la señora Lautréamont. Los lamentos de la niña se hicieron más intensos.
La anciana se acercó a Jean, y junto a un nada disimulado gesto de desaprobación se la entregó. El padre se sorprendió ante lo poco que pesaba.
—Ana… Ana Fauré… —dijo como si ese nombre, unido a su apellido, formara un aure única y excepcional que envolvía a su hija.
Ana, como si la voz de su padre le hubiera llamado la atención por encima de las demás, dejó de llorar de inmediato.
Isabel y la señora Lautréamont se miraron pasmadas.
—Te daré lo mejor —le prometió Jean—. Te acompañaré en cada paso que des. Haré que estés orgulloso de mí —colocó los labios cerca del oído de Ana, en una frase que solo quería que ella escuchara—. Tú, mi niña, me harás mejor persona.
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